Cuidar
otra hija
en la ciudad

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de un 51% a un 20%

ha disminuido la población rural de América Latina en 60 años

un 19,5% de la población

resiste en el campo en Colombia según datos del Banco Mundial. Hace 60 años era un 55%

90% de su renta

es el que las mujeres pueden llegar a gastar en la familia, mientras los hombres gastan hasta un 40%

FUENTE
Instituto Internacional de Investigación Pecuaria

6.400 pesos = 1,80 €

Precio que pagan por un kg de café al campesinado colombiano hoy

19 €

vale un kg de café colombiano en Barcelona

LUCELLY
CANCHALA
CRUZ

Origen:

La Sierra (Colombia)

Migración a:

Cali (Colombia)

199 km

Trayectoria desde La Sierra a El Cali

LUCELLY
CANCHALLA

“La vida en el campo es bonita. Es dura pero es bonita”.

Lucelly Canchala se identifica como campesina a pesar de que hace muchos años que vive en la ciudad de Cali. “Mi infancia fue muy bonita porque vivía en el campo, con mis padres y con mis hermanos, cuatro mujeres y dos hombres”. Las siete crecieron en Los Robles, una vereda –un barrio rural– del municipio de La Sierra de 10.000 habitantes situado en el sur del departamento del Cauca, de las regiones de Colombia que mantiene más población rural.

De las siete hermanas, sólo una sigue viviendo en el campo con sus padres; el resto han migrado a contextos urbanos.

La primera vez que Lucelly tuvo que irse de Los Robles, igual que todas sus hermanas, fue para poder estudiar la secundaria, pues la escuela de su vereda solo enseña hasta la primaria. Cuando estaba a punto de acabar el bachillerato, “me fui a Popayán –capital caucana-, allá vivía con unas familiares y empecé a trabajar cuidando de niñas”. Más adelante se fue a Cali -la tercera ciudad más grande de Colombia con dos millones y medio de habitantes-, porque su hermana, Consuelo Canchala, quien ya había migrado allá, sabía de una oportunidad de trabajo con una mujer de clase alta, la doctora Maria Isabel Pava.

“Ella necesitaba alguien que le cuidara la niña. Yo no tenía trabajo y tenía hijos, necesitaba trabajar, así que hablé con ella, me dijo qué tenía que hacer, y ya vine y aquí estoy: soy la niñera de Salomé.”

Lucelly trabaja desde que Salomé se despierta hasta que se duerme. Lo hace de lunes a domingo durante dos semanas seguidas. “Estoy interna, salgo cada quince días y el tiempo que descanso voy a casa de mi hermana en Cali, comparto con mi hija y cuando puedo viajo a La Sierra a ver mi familia”. Lucelly es madre cabeza de familia; su hijo pequeño, Julián David vive a La Sierra desde que nació y también es donde vivía su hija Mishell hasta hace poco, cuando se fue a vivir a Cali con su tía Consuelo para continuar estudiando.

Los padres de Lucelly, Cecilia Cruz y Marco Alirio Canchala, viven y trabajan en Los Robles. Su economía se mantiene en buena parte gracias a la soberanía alimentaria: cultivan muchos de los bienes que consumen como maíz, judías, plátano o yuca. Los recursos económicos que usan para comprar el resto de lo que necesitan provienen principalmente del cultivo de café. Hoy, por una arroba de café –doce kilogramos y medio– se les pagan 80.000 pesos, 23 euros aproximadamente. Es decir 1,80 euros el kilogramo.

María fa una videotrucada a la seva germana Alejandra, a Bogotà, on també treballa al sector domèstic.

Lucelly Canchala hace de niñera de Salomé desde que nació. Está como interna en el apartamento de Cali donde vive la familia de la niña y sólo tiene libre un día cada dos semanas.

Marco Alirio explica que “a los trabajadores se los paga 300 pesos por kilo”, menos de diez céntimos de euro. Puede parecer muy poco, pero representa uno de los muchos gastos y esfuerzos que comporta conseguir el resultado final; “si uno se pone a pensar cuánto gasta para conseguir un kilo de café, todo el proceso, era mejor quedarse quieto, porque sabe que en realidad tiene pérdidas. Pero como que no hay más, uno vive contento de que ya le llega la cosecha. Yo vivo agradecido del café”, asegura el agricultor.

En una tienda de Barcelona, el kilo de café colombiano cuesta 19 euros: unas diez veces más de lo que han recibido Don Alirio y Doña Cecilia

Efectivamente, tener una arroba de café al saco significa haberlo abonado y desherbado durante un año, cosechado, desgranado con un molino manual, limpiado y secado al sol y transportado hasta el pueblo donde lo compran. “A mí no se me hace lejos”, dice Marco Alirio, “son unos 25 o 30 minutos a caballo”. El colmo es que este café acaba siendo degustado bien lejos de Sierra, “lo venden a otras partes, no se queda en Colombia”, asegura el campesino. Al otro lado del Atlántico, en una tienda de Barcelona, el kilogramo de café colombiano cuesta 19 euros: unas diez veces más de lo que han recibido Don Alirio y Doña Cecilia. Además del café, la familia Canchala Cruz se ayuda económicamente de venta de la leche de un puñado de vacas que tienen y de las remesas que envían sus hijas, cada una desde una ciudad diferente del país. “Es mucha la ayuda que recibimos”, confiesa la señora Cecilia.

 Marco Alirio descansa.

Marco Alirio reposa con uno de sus nietos y con los jornaleros que trabajan en el pequeño cafetal de la familia Canchala

Lucelly, por ejemplo, envía cada mes parte de su salario a La Sierra. Allá, entre los padres y su hermana Nohemi Canchala, tienen cuidado de Julián David. “Él prácticamente vive en las dos casas porque están juntas”, explica Lucelly, quienes asegura que su hermana “me ayuda demasiado con mi hijo (...) ella le da de comer, prácticamente hace el papel de madre que no puedo hacer yo, va a las reuniones de la escuela, a las citas médicas...”, asume emocionada. Según Lucelly, su hermana “es bendita porque no le ha tocado salir a batallar, a enfrentarse a un mundo diferente como nos toca a nosotras. También está pendiente de mis padres porque está allá”.

Desde La Sierra, Nohemi tiene claro que “sería muy duro dejar a mi padre y a mi madre prácticamente solo” y asegura que Julián David “es como otro hijo por mí, no es sobrino sino hijo”, igual que Mishell, quién “hasta que también se fue hacia Cali, estaba en casa, dormía, comía, hacía sus travesuras, siempre me ha tocado cuidarlos”. A Nohemi no le ha “tocado salir a batallar” a la ciudad, pero batalla cada día en la resistencia en el campo, cuidando de sus padres, a menudo de su hermano pequeño, de su marido, de sus hijos, de los hijos de su hermana, de los animales, de la casa, del huerto... “Mi marido no ha sido nunca una persona egoísta”, se ve llevada a afirmar cuando, emocionándose a medida que avanza, enumera la lista de tareas de cuidado que carga a las espaldas.

Según Marco Alirio, en el campo, “el trabajo de la mujer es lo más duro”. “Es la primera que se levanta y la última en irse a dormir”, recalca la señora Cecilia.

Volvamos ahora, por un momento, al engranaje de las cadenas o tramas globales y locales de los cuidados que dibuja la investigadora colombiana Camila Esguerra para seguir con el relato de Lucelly. Esguerra explica que, “en los países del llamado primer mundo, hay un déficit de cuidados que no ha sido cubierto por políticas estatales de los estados de bienestar sino por la migración de mujeres de países del sur”. Añade que, “cuando migran desde sus países, hay un déficit de cuidados a los países digamos donantes”, también por la entrada de las mujeres al mercado laboral, como es el caso de la doctora Maria Isabel, “que a la vez es cubierto por otras mujeres migrantes, nacionales, o por mujeres del entorno familiar. Esto lo hacen en condiciones todavía más precarias que las que tienen que afrontar las mujeres migrantes del sur o incluso como trabajo no remunerado de curas.”

En esta historia, Cecília, Consuelo y Nohemi son las mujeres que, con todo el amor, se hacen cargo del déficit de cuidados que de manera inevitable deja Lucelly mientras ella, teniendo cura de Salomé, se encarga del déficit que deja la doctora Maria Isabel Pava. Cómo sigue explicando Esguerra, “es una trama de relaciones muy complejas” donde se tienen que tener en cuenta “las narraciones de estas mujeres migrantes, es decir toda la carne, toda la sangre, que hay detrás las historias de migración y del trabajo de cuidado”. Tareas de cuidados tan invisibilizadas y ninguneadas como las emociones, los sentimientos, los afectos y las distancias sostenidas por estas mujeres.

 Marco Alirio descansa.

Nohemí Canchala, hermana de Lucelly y Consuelo, se hace cargo de las tareas domésticas y del campo en La Sierra. Cuida a su sobrino, Julián David, desde que era un bebé.

La que está en peligro de extinción es la posibilidad de vivir en el campo, del campo y con el campo.

Esguerra recalca que las tramas se tienen que observar como si fueran “un complot de sistemas racistas, capacitistas, misóginas, coloniales, etaristas, etc., para generar el enganche de las mujeres migrantes a un régimen transnacionalizado y urbanizado de cuidados, es decir, que va en detrimento de aquello rural”. Efectivamente, como vemos en el caso de la familia Canchala, la que está en peligro de extinción es la posibilidad de vivir en el campo, del campo y con el campo. Que seis de siete hijas de Cecilia y Marco Alirio hayan tenido que marchar a trabajar en las ciudades representa un ataque a su estilo de vida y en definitiva a su existencia.

Abandonar la zona rural en La Sierra no sólo significa distanciarse de la familia sino también decir adiós al contacto con la naturaleza, a la proximidad de la comunidad o a la libertad que te da el territorio. Según Lucelly esta es la principal diferencia entre el campo y la ciudad: la libertad. “Aquí –en Cali- una siempre tiene que estar cohibida de muchas cosas, en cambio allá sales y no tienes problemas: montas a caballo, vas al río... (...) En mi vereda todo el mundo se conoce, en cambio aquí escasamente se dice “buenos días”. (...) Allá si le pasa algo a una familia todo el mundo está pendiente de ella, y esto me parece bonito, hay mucha unión”, describe orgullosa Lucelly. “Es muy diferente la tradición de mi tierra”.

María xerrant

Doña Cecilia explica que, en el mundo rural, la mujer es la primera que se levanta y la última que se acuesta. A todas las tareas productivas del campo se suman las tareas de cuidados, que recaen en las mujeres.

Las mujeres en el campo no tenemos opciones. Haces las tareas de la casa y esto no es remunerado, en cambio los hombres van a trabajar a casa del vecino

“Me gustaría que hubiera más proyectos. Las mujeres en el campo no tenemos opciones. Haces las tareas de la casa y esto no es remunerado, en cambio los hombres van a trabajar en casa del vecino”, denuncia Lucelly Canchala. Según Esguerra, generalmente “las mujeres que se dedican al trabajo de cuidados –en la ciudad- son campesinas, de origen rural, muchas afros e indígenas”. Es necesario mencionar que por algunas, en cierto modo, es un proceso aliviante cuando se deshacen también de violencias que pueden vivir en el ámbito familiar, si acaban ganando en términos de autonomía: se van a la ciudad a hacer las mismas tareas que hacían en su casa pero de forma remunerada. Para otras es simplemente la única posibilidad a la que se ven empujadas a causa del contexto de empobrecimiento a su tierra de origen.

Desde La Sierra, Julián David, exige a aquellas que viven en la ciudad “que reconozcan que las campesinas son las que dan el sustento, la comida, las que cultivan lo que consumen en la ciudad y las que cuidan de la naturaleza como la cuidamos aquí”. Desde Cali, emocionada, Lucelly asegura: “Yo nunca me olvido de mi tierra, quiero a mi casa, a mi vereda, a mi gente”.

María xerrant

Texto: Berta Camprubí
Fotos: Montse Giralt
Vídeo: Núria Gebellí

Sofía
Giménez

Origen:

Cuisnahuat (El Salvador)

Migració, a:

San Salvador (El Salvador)

70 km

Trayectoria desde Bogotà a Tarragona

SOFÍA
GIMÉNEZ

Secretaria General del Sindicato de Trabajadoras del Hogar del Salvador (SITRADOMES)

Cuisnahuat tiene reminiscencias indígenas. El nombre de esta ciudad, situada en el departamento de Sonsonate al noroeste del Salvador, proviene de la palabra Kwisnawat, en el idioma Náhuat. Son pequeños recordatorios que en el país había unas comunidades indígenas arraigadas en la tierra antes de las múltiples violencias sufridas. Ahora casi no quedan hablantes del Náhuat; unas 200 personas lo recuerdan y lo practican.

Probablemente Sofía Giménez tiene sangre náhua a sus venas. Su familia es de un pequeño pueblo rural cerca de Cuisnahuat, área de influencia náhuat. Pero en la casa no se habla el idioma nativo y las tradiciones que perduran lo hacen sin reclamarse como ancestros. Es madre soltera de dos hijos, el mayor de los cuales ya es adolescente. A los niños los ha cuidado la abuela, puesto que para sacarlos adelante Sofía tuvo que migrar. A pesar de que El Salvador es un país pequeño -unos 21.041 km², a comparación de los 32.000 km² del Principado catalán- las comunicaciones en los territorios rurales son complicadas y requieren vehículos que puedan resistir las carreteras sin asfaltar. El resultado es que Sofía tenía que hacer un viaje larguísimo cada día para trabajar en la capital, San Salvador.

Ana Margarita Elías, madre de Sofía, lo recuerda en el porche de su casa donde está cuidando uno de los nietos; el pequeño se encuentra mal y la abuela lo mima mientras conversa. Para ir a trabajar a la casa donde hacía de trabajadora del hogar, Sofía “tenía que coger un bús aquí y llegaba hasta Sonsonate. Allá cogía otro hasta San Salvador, después un autobús urbano… Al final dejó el trabajo, se iba todo lo que ganaba en pagar transportes”, explica.

En el porche también están Sofía y sus hijos, Carlos y Héctor. El mayor practicaba con una guitarra clásica, hasta que lo han convencido para unirse a la conversación. Habla de Ana Margarita con timidez adolescente: “yo no le digo abuela, si no que le digo mami porque…”. Y no acaba la frase, mientras mira de reojo la madre que está fuera de cámaras y micrófonos.

“Él se ha criado con nosotros, desde que [Sofía] se fue a trabajar. Por eso me dice mami”, confirma Ana Margarita, “no me dice abuela sino mami desde pequeño. Como que a la madre cuando estaba de dos meses la dejó el papá, pues ella se vino aquí a vivir con nosotros. [Carlos] tiene trece años, nosotros lo hemos cuidado”, afirma la abuela. Y el mismo con Héctor, el hermano pequeño, que está con la panza al aire para que la abuela lo siga acariciando mientras narra la historia familiar.

foto d'assemblea

Ana Margarita, madre de Sofía, cuida uno de sus nietos que se encuentra mal. A la abuela la llaman “mami”, ya que se ha hecho cargo de los pequeños desde que eran bebés.

SIN MILPA I SIN TIERRA, LA OBLIGACIÓN ES MIGRAR

Cada vez resulta más difícil conseguir la milpa, es decir, satisfacer las necesidades básicas de una familia campesina, que también son las raíces de la comunidad

Cuisnahuat es zona campesina. Pero desde hace unos años tienen sequías graves y un vertedero próximo está contaminando los acuíferos. Cada vez resulta más difícil conseguir la milpa, es decir, satisfacer las necesidades básicas de una familia campesina y que también son las raíces de la comunidad. Ana Margarita explica que a menudo ya no pueden cosechar maíz, solo frijoles y maicillo o sorgo. Antes podían vender el maíz al mercado local, obtener unos ingresos. Ahora se sostienen como pueden.

Todo ello hizo que Sofía tuviera que migrar a la capital para seguir trabajando como doméstica. Su madre asumió el cuidado de los nietos; desde entonces ha pasado más de una década. Si tuviera opción, Sofía se quedaría al campo con su familia. “Quizás teniendo un trocito de tierra para trabajar, con animales, si hubiera algún tipo de ingreso aquí para nosotras… pero no tenemos ningún ingreso nosotras. [Los hombres] salen a trabajar de esto, hacen de jornaleros, no tenemos espacio”, explica. Por eso, las mujeres y especialmente las madres solteras son prácticamente expulsadas del campo

Uno de los fenómenos que se observa en El Salvador es que hay muchos hogares encabezados por mujeres. Es decir, su salario sostiene las familias

Cómo explica Carmen Urquilla de la Organización de Mujeres del Salvador por la Paz (ORMUSA), “uno de los fenómenos que se observa en El Salvador es que hay muchos hogares encabezados por mujeres. Es decir, su salario sostiene las familias. La migración es una de las opciones que, en los últimos años, hemos visto que es prácticamente forzada para las mujeres. Sin otra oportunidad, se ven obligadas a migrar”, argumenta Urquilla. El desplazamiento puede ser nacional o transnacional, pero en ambos escenarios casi siempre tienen que dejar atrás sus hijos e hijas, que son el motivo para migrar.

“En El Salvador tenemos una migración fuerte de las mujeres de las zonas rurales que migran a zonas más urbanas para colocarse como trabajadoras en casas particulares haciendo trabajo doméstico y, en buena parte, de cuidados.”

"Muchas veces, una mujer que va a trabajar a la maquila, al no encontrar ocupación así, lo que hace es emplearse como trabajadora del hogar. No es que tengan demasiadas opciones” y los trabajos en que se insertan son precarizados, argumenta Urquilla.

foto d'assemblea

La entrada a Cuisnahuat, un pueblo del interior de El Salvador que tradicionalmente ha sido campesino. Las sequías y otros impactos ponen en riesgo la continuidad de la vida en el mundo rural, por lo que muchas mujeres se ven forzadas a migrar.

Sofía Giménez comparte que siente un enorme alivio de tener la madre. “Yo le agradezco mucho, porque cuando salgo fuera de casa [para trabajar] sé que le dejo mis hijos, incluso están mis sobrinos. Es un trabajo muy grande, el que hace. No están con cualquier persona, están con mi madre. Yo sé que me los cuida bien. Y por seguridad”, dice, en referencia al alto índice de violencia estatal, “este es el lugar más saludable en que pueden estar”.

“Es una mujer quien continúa haciendo los trabajos de cuidados, porque los hombres no toman responsabilidades en estos asuntos”, denuncia Sofía

Sin Ana Margarita, quizás tendría que haber dejado los hijos a cargo de alguna otra mujer, mientras ella misma estaba cuidando a hijos ajenos en la capital. “Yo que no tengo para pagarle a nadie, [dejo los hijos] a la madre porque sé que no me cobrará. Es una mujer quien continúa haciendo estos trabajos, porque los hombres no toman responsabilidades en estos asuntos”, denuncia Sofía. Una trama de los cuidados que no atraviesa fronteras estatales pero que se interna profundamente en todos los territorios rurales del Salvador.

foto d'assemblea

Cuando Sofía tuvo que migrar, su madre se hizo cargo de sus dos hijos, Carlos y Héctor. Los días en que Sofía regresa a la casa familiar, ambas comparten las tareas domésticas.

“TE TRATAN COMO SI NO HICIERAS NADA IMPORTANTE”

En San Salvador, Sofía ha cuidado de ancianos y niños, ocupándose de la gente que quedaba a cargo suyo de madrugada a madrugada. “No podía dormir bien, porque tenía que cuidar de un niño pequeño hasta que llegaran los patrones, pasada la medianoche. Le pagaban 80 dólares [al mes]”, recuerda Ana Margarita. Las personas que la contratan, argumenta Sofía, “no se dan cuenta que nosotras cuidamos lo más valioso: sus hijos, sus padres. Te tratan como si no hicieras nada importante. Pero a ti te están confiando su familia. A veces, acabas estando más pendiente de ellos que los mismos padres. Implica mucho esfuerzo, tener salud y fuerte el corazón porque es mucha energía la que se gasta al cuidar. Hay que estar bien mentalmente para soportar los abusos que se dan. Esto es lo que implica el trabajo doméstico”, denuncia.

Cuidar otras personas implica renunciar a cuidar de tus personas próximas

“Ella decía, me siento mal, cuidando a un niño allá y dejando a mis hijos aquí. Yo los querría cuidar, decía mi hija, pero como que necesitábamos el alimento, pues mejor los cuidaba yo y que ella se fuera [a la ciudad] a ganar ingresos. Además, no es solo la comida”, explica Ana Margarita. Ropa, escuela, transporte, enseres de aseo personal, visitas médicas, medicamentos… La lista parece interminable cuando el bolsillo no da para tanto.

foto d'assemblea

El Sindicato de Trabajadoras Domésticas de El Salvador (SITRADOMES) acoge a mujeres organizadas para proteger sus derechos. También es un espacio de sororidad y de cuidados: muchas han tenido que migrar, así que el sindicato es su segunda familia.

En la capital, Sofía no sólo encontró trabajos precarizados: también encontró su grupo de sororidad y de apoyo mutuo. Actualmente es Secretaria General del Sindicato de Trabajadoras Domésticas del Salvador (SITRADOMES). Allá está con otra vecina de Cuisnahuat, Rosita -Rosa Cristina Elías-, que hizo un camino muy similar y que también hace de trabajadora del hogar. SITRADOMES tienen varios frentes de batalla abiertos. Uno de los principales es el de la ratificación del convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, que de cumplirse podría garantizar algunos de los derechos laborales básicos de las trabajadoras del hogar y de los cuidados. Derecho al paro, a vacaciones pagadas, a permiso por maternidad, a bajas laborales, a días de descanso… siempre y cuando el estado salvadoreño pusiese recursos para garantizar que se cumpla. Por ahora, la batalla sindical parece que tendrá que seguir el camino abierto, a la vez que estas mujeres se cuidan y protegen entre ellas. De la violencia machista, de las violencias de las bandas, de la violencia policial, de la violencia económica…

También de la violencia migratoria. Sofía Giménez se plantea emprender el peligroso viaje que cruza Centroamérica hasta llegar a los Estados Unidos. Esta garganta de lobo cada año traga centenares de migrantes que desaparecen -y son desaparecidas- en el éxodo hacia el norte.

Solo en 2018, en la frontera entre México y los EE. UU. se registraron casi 400 muertes según datos de la Organización Internacional por la Migración (OIM).

“Yo con mis hijos no me arriesgaría a marchar, una no sabe nunca cómo será este camino. Pero sola sí. Si tuviera la oportunidad, me iría. A ellos no los arriesgaría”, sentencia Sofía. Cómo dice Vilma Vásquez, compañera de luchas en SITRADOMES, “nosotras estamos entre dos espadas, los EE. UU. y Europa. América Latina es un campo de disputa, de lucha y de saqueo histórico”, denuncia. El Salvador sigue escribiendo su historia con pluma extranjera y sangre local. Aun así, hay muchas mujeres que batallan desde la valentía de quien lucha por un futuro mejor. SITRADOMES son ejemplo. No siempre ganan las batallas, pero son expertas en seguir haciendo frente.

En recuerdo de Emerson, asesinado en febrero del 2019, hijo de quince años de María Teresa Hilario.

Texto: Anna Celma
Foto: Montse Giralt
Vídeo: Núria Gebellí